domingo, diciembre 30, 2007

Agitaciones de fin de año

Ir un 30 de diciembre al centro de Madrid es una locura. La muchedumbre y el agobio que provoca la aglomeración de personas llevan a la gente a exaltarse y a que los ánimos estén a flor de piel, por lo que el más mínimo roce puede llevar a una discusión que, probablemente, en otras circunstancias no tendría lugar. Y, por supuesto, las circunstancias sociales de los implicados en cualquier incidente influyen decisivamente en el desarrollo del mismo.

Me explico: en medio del trayecto de la línea 5 entre Chueca y Gran Vía, veo aparecer a un guardia del metro recriminándoles a unos individuos veinteañeros su conducta por haber cruzado de un vagón a otro con el tren en marcha, a través de las puertas del extremo del vagón.

Les gritaba y les daba sermones, les preguntaba si hablaban español, y los sermoneados, extranjeros aparentemente de Europa del este, se hacían los boludos, como si no fuera con ellos la cosa, pero sin pasarse.

Al salir del vagón en la siguiente parada, el guardia (muy grandote, por cierto) sale a perseguir a estos muchachos, presumiblemente con la civilizada intención de ponerles una multa o algo por el estilo.

En la estación bajaba un montón de gente y, aprovechando la confusión, los muchachos intentaron abrirse paso aceleradamente pero con cierta discreción para no llamar la atención, con el fin de evitar que los agarren los guardias, que iban atrás de ellos. Al principio, sin mucha convicción, pero unos instantes después de bajar el grandote empezó a perseguirlos con más vehemencia.

Una señora no muy mayor, de unos 45 o 50 años, le dijo al guardia: “Ésos son albano kosovares. Son mangantes, vienen a robar en el metro”.

“Déjese de hablar tonterías, señora”, dije yo, que venía a su lado. No sé si esos muchachos eran albano kosovares (seguro eran del este, pero no podría precisar exactamente de dónde), y tampoco sé si eran punguistas de metro: de lo que estoy seguro es de que la señora sabía lo mismo que yo, o menos. Sabiendo que no hay que dejarse llevar por las apariencias, creo oportuno señalar que los muchachos no tenían mucha pinta de ladronzuelos.

Era tal la cantidad de gente que bajaba que al final seguí mi camino y llegué a la salida antes que los protagonistas del conflicto, así que me puse a esperar para ver qué sucedía. Resulta que la persecución, bastante absurda en sus formas, se desarrolló con los muchachos caminando rápido delante de los guardias, con el grandote bastante exaltado que los seguía sermoneando, mechando en su discurso algún que otro insulto.

Pasadas las puertas de salida, el guardia grandote parece que se queda allí sin dejar de gritarles cosas, y al final uno se da vuelta y le dice algo al guardia, cuando ya creía que no lo iba a seguir. Entonces el de seguridad sale disparado detrás de él, con sus compañeros que intentaban sosegarlo, y lo agarra, lo zamarrea y le da un par de collejas, no demasiado fuertes. Al final lo deja ir, a instancias de sus compañeros de guardia, a quienes aparentemente no les parecía que los muchachos hubieran hecho nada merecedor de una paliza.

Me llamó la atención la exaltación del guardia grandote, quien parecía estar esperando algún incidente, por pequeño que sea, para descargar una ira que vaya uno a saber qué origen tendría, contra alguno que le diera un motivo, por insignificante que éste fuese.

En medio del revuelo no me fue posible sacar ninguna foto aceptable con mi móvil, y aunque no llevara mi camarita digital, tampoco hubiera sido posible hacer una foto en condiciones por la cantidad de gente que había y por las características del incidente.

Me pregunto, y seguramente mis lectores ya adivinan cuál será la respuesta que me doy a mí mismo, si la reacción del guardia grandote hubiera sido la misma si, por ejemplo, quienes hubieran cometido la falta de pasarse arriesgadamente de un vagón a otro por la puerta del extremo y con el tren en marcha hubieran sido unos muchachos madrileños de apariencia más convencional.

viernes, diciembre 28, 2007

La Navidad de Olya


Madrid puede ser alienante, como toda gran ciudad, pero es apasionante si se va con los sentidos alerta, ofreciéndote imágenes humanas como ésta: una rubia bien vestida ofreciendo La Farola a la entrada de una tienda en una de las zonas más comerciales de Madrid en plena época de frenesí consumista de fin de año.

En mis más de seis años en Madrid no recuerdo haber visto nunca una mujer ofreciendo la revista. Y menos a una rubia como Olya.

Los viandantes, en su ímpetu comprador, recorren alienados las calles Goya, Alcalá y Conde de Peñalver: durante los momentos en que me detuve a observarla, sorprendido de que una chica de su aspecto estuviera ofreciendo en la calle la conocida como la “revista de los indigentes” o el “periódico homeless”, nadie pareció compartir mi extrañeza.

Olya me dijo en un perfecto inglés, pues el español aún no lo domina bien, que acaba de llegar de Rusia, y que espera conseguir pronto un trabajo normal, pero que “hay que empezar por algo”.

Me mira a los ojos con firmeza: no noto en ella el más mínimo atisbo de vergüenza ni fastidio. La vida hay que tomarla como viene y hacer con ella lo que se quiera y pueda, y así vamos avanzando: tirando.

Me dice que algo saca, que le alcanza para sus gastos. Me pregunto si su aspecto la ayudará un poco. Probablemente: Olya es rubia, guapa, viste a la manera occidental; es una de nosotros y debemos ayudarla. Su situación es accidental. La de los negros, en cambio, no: ellos están acostumbrados a ser pobres. Es ley de la vida, piensa Occidente.

jueves, diciembre 27, 2007

Amabilidad


En mis años de vida en España he visto o me he enterado por fuentes fidedignas de muchos episodios de violencia, intimidación y abusos de autoridad por parte de fuerzas de seguridad españolas, tanto privadas como estatales.

Recuerdo el caso en la Gran Vía de un negro flaco y alto, fuerte y fibroso, pero no de físico imponente, a quien un grupo de unos ocho policías había detenido por no se qué asunto y le pegaban para hacerlo entrar al coche, algo a lo que el africano se resistía a la vez que gritaba que no le robaran el móvil ni sus pertenencias.

"¡Policías españoles ladrones, españoles ladrones"
, gritaba en un perfecto español con fortísimo acento de algún país de África. No logró que no le quitaran el móvil; nunca sabré si efectivamente se lo habrán robado. En términos de precisión en el lenguaje periodístico formal quizás sea incorrecto hablar de robo en ese caso. Pero a mí me gusta pensar que es eso y no otra cosa que la policía le quite el móvil al negro y no se lo devuelva. Extremo que desconozco.

Otra cosa que suele verse mucho es a grupos de extranjeros que trabajan con sus mantas vendiendo en la calle productos muchas veces falsificados, que la gente consume con fruición, salir disparados ante las persecuciones de la policía, que le confisca todos los bienes si los agarran. Otro día hablaré con más detalle sobre ello.

Lo que la semana pasada me llamó la atención fue que bajaba yo por una de las escaleras del metro con dos hombres de seguridad, y vi a un negro vendiendo discos con la manta. El ambiente estaba muy tranquilo y no había mucha gente. Amablemente, los dos se acercaron al negro y le hicieron señas de que se fuera. Antes de que le hicieran la seña, el negro estaba levantando ya su manta, sin prisas ni violencia directa: no pedimos que se permitan actividades fuera de la ley como la venta de productos falsificados fabricados masivamente para su distribución en el mercado negro con mano de obra empleada abusivamente.

Pero sí agradeceríamos que, por regla general, sean estos los modos de combatirlo. Y, por supuesto, que ese combate tenga su epicentro en desarmar las bases de este comercio ilegal, no en los extremos más debiles, los manteros.

lunes, diciembre 17, 2007

Otro chandalero que golpea a una extranjera en el metro

Viernes 14 de diciembre de 2007. Línea 6 de del metro de Madrid.

Un chaval español de unos 19 años, alto, rubio, ataviado con chándal, mantenía un intercambio de opiniones con un boliviano.

El boliviano venía con un amigo; parece que de trabajar.

Alguno de los dos (el español o el boliviano), pisó o empujó al otro, y hubo una discusión con una pequeña trifulca, con algunos golpes y empujones no demasiado violentos.

El chaval español estaba bastante enojado con el boliviano, que más bien lo que quería era evitar meterse en problemas, y el amigo del boliviano, también boliviano, se interponía entre ambos con palabras conciliadoras.

Un colombiano con un afeitado de esos medio dibujados que se hacen algunas personas de estética maquinera, y que conocía al español del barrio, intentaba mediar en el conflicto con palabras dirigidas al boliviano. Por ejemplo: “Te voy a romper esa carita tan linda que tienes”.

El otro boliviano también intentaba mediar, diciendo cosas como “hay que tenerse respeto” y se colocaba frente al español y al colombiano para evitar agresiones contra su amigo.

La situación era de mucha tensión, con todo el pasaje del vagón mirando, en hora pico, pero la violencia física no se salía de control. Alguna cachetada, algún empujón, nada más.

También un señor español de unos 60 años se cansó de la discusión y comenzó a mediar para que se dejaran de joder, y después de unas tres paradas de discusiones absurdas, el boliviano mediador se llevó a su amigo al otro extremo de la fila de asientos, frente a la puerta contigua, en un intento de que la situación se distendiera.

Cuando todo parecía calmado, el joven portador de chándal bajó en la estación de Usera, salió del vagón por la puerta de la discusión y se paró frente a la puerta donde estaban los bolivianos. Antes de que el metro cerrara sus puertas, le metió una patada bastante violenta en la espalda a Liliana, una chica ecuatoriana que venía de hacer las compras, haciéndola caer a ella y a su carrito a los pies de los bolivianos.

Los pasajeros miramos asombrados, pero ninguno hizo nada. Yo no tenía mi cámara conmigo y el móvil estaba apagado, por lo que no me daba tiempo de encenderlo para hacerle una foto al golpeador. Alguno de nosotros podría haber ido a darle una buena paliza al rubio chandalero. Ninguno lo hizo.

Liliana no quedó lesionada. Le pregunté si estaba bien y me dijo que sí, que no estaba dolorida, que lo peor fue el susto.

Cuando le conté la anécdota a una amiga , su opinión fue que el chandalero era un cobarde que le iba a pegar a mujeres, y además a una que iba con un carrito de bebé. Yo le dije que no, que el carrito era de la compra. Y me di cuenta de que al chandalero le hubiera dado exactamente lo mismo.

martes, diciembre 11, 2007

El chandalero, los negros y la señora china


19:27 Hora pico en el metro de la línea 10 antes de la estación de Batán. La gente viene estresada del trabajo, apretujada, en el ambiente de sofocante encierro se entremezclan perfumes y aromas de mujeres, y olor a sudor acre de hombres.

De repente, pero muy de repente, un chaval de chándal de unos 16 años salta de su asiento y le asesta, a una señora china de aproximadamente 40 años, una brutal patada en plan karateca que la estampa contra una de las puertas del metro.

La señora queda tirada en el piso, y tres negros africanos grandotes que vieron la agresión toman al chaval del cuello, de los brazos, de donde sea que lo hayan agarrado, y con gran exaltación debaten qué hacer con él, mientras la noviecita del chaval, también de chándal, con un piercing dorado sobre su labio superior y bastantes joyas de similar estilo, grita que no le peguen, que es menor. Los pasajeros miran, hablan entre ellos, dicen cosas, íntimamente a la mayoría de ellos les gustaría que el chaval se lleve una buena paliza, pero nadie se quiere meter en un problema que no es suyo.

19:28 Uno de los negros mira a la señora china y observa que la cara se le comienza a hinchar por el golpe contra la puerta. El grafismo de la violencia termina de sacar de quicio al negro, que le arrebata al chaval a uno de sus amigos y toma la justicia por su mano: le revienta la cara contra el cristal de una puerta, que se resquebraja, entre los gritos histéricos de la novia.

19:29 Desconozco los sistemas que tienen los vagones de metro para que el conductor se entere de lo que pasa, pero el tipo enseguida aminoró la velocidad y anunció por los altavoces: “Se informa a los señores pasajeros que debido a incidentes ocurridos en uno de los vagones de este tren, vamos a entrar lentamente en la estación de Batán, a donde espera la policía”. La tensión duró alrededor de un minuto, y los tres negros se apostaron frente a la puerta, listos para salir corriendo en cuanto se abriera para no ser atrapados por la policía.

19:30 Las puertas se abrieron y los negros no salieron corriendo, aunque sí a paso firme, sin mirar a los canas. La gente no dijo nada porque no quería meterse en quilombos que no eran de ellos. La novia del chaval estaba más preocupada en decirle a los canas que el pibe era menor y que lo llevaran al hospital que en continuar la movida con los negros. Seguramente era lo mejor para todos. La policía tomó declaraciones a algunos pasajeros y, por supuesto, a la pobre señora china. Se desconoce el posterior desarrollo del caso.

En España pasan cosas como ésta, pero en realidad, proporcionalmente, son muy pocos los incidentes entre inmigrantes y españoles.

Indudablemente el chaval merecía una reprimenda, pero la violencia no soluciona nada: ¿Qué pasará si este chaval y su pandilla (que por desgracia supongo que existen altas probabilidades que sean un atajo de descerebrados como él) se cruza con algún negrito más joven por ahí, sea un negro 'puro' africano o un mulato dominicano?

De todos modos, lo más habitual es ver a inmigrantes y españoles perfectamente integrados. La interacción en los ámbitos laborales, escolares, académicos o de esparcimiento lleva a que la gente pueda entenderse y acercarse a partir de las cosas que tienen en común, que vistas con un poco de optimismo siempre son más que las que los separan. Incluso creo que el temperamento español en general, más abierto que el de los países del norte de Europa (resalto: temperamento, no mentalidad), favorece la integración de todos.

A veces aparecen tarados como el chaval del chándal que rompe de una patada todos los esfuerzos de acercamiento entre las personas. Pero no pasa a menudo.

viernes, diciembre 07, 2007

Dat y la destilería de tristezas

Me crucé con Dat frente a la Plaza de España. Me vio que venía fumando un pucho y me pidió uno.

Fuimos fumando por la Gran Vía un par de cuadras, intentando entender lo que nos decíamos. Creo haber comprendido que llevaba como desde el comienzo de 2007 (cuando Rumania entró en la Unión Europea) vagando por España, intentando infructuosamente trabajar dignamente. Y seguramente trabajando muchas veces en condiciones de explotación inaceptables.

Me decía que no tenía pasaporte (o yo creo que es eso lo que me decía en rumano), y me mostraba como único documento identificativo una hoja A4 doblada y ajada de tanto llevarla en el bolsillo y expedida por alguna dependencia de la Generalitat de Cataluña. No sé qué decía, pero ese era su documento identificatorio en España.

Un par de esquinas más adelante vino a abordarnos el típico ofertante de prostitución cabaretera granviesca y yo, que esa noche estaba preguntón, quise saber de dónde era.

Resulta que Katali, que así se llamaba, también era rumano, y me costó bastante hacerlos hablar a ellos dos en su lengua para que se entendieran. Era como si les pareciera raro que un argentino intentara que dos rumanos se comprendan entre sí. Yo le decía al tarjetero del breca que le diera una mano a su compatriota y viera si podía encontrarle un laburito de eso. Y éste, tras la extrañeza inicial, se copó y se puso a explicarle a Dat cosas del laburo, como que se paraba en no sé que esquina y hacía no sé qué, y le decía algo del salari.

En fin, que seguimos, y probablemente Dat vaya un día a hablar con Katali para conseguir un salari.

Dat seguía caminando a mi lado y entonces le pregunté a Jenny, una puta nigeriana guapísima de 19 tristes años y que temblaba de frío, dónde había rumanas.

“En Montera”, me dijo, y a Montera fuimos. No sé qué carajo quería yo que hiciera Dat con las putas rumanas, quizás creía que le podían decir dónde dormir o algo así, porque suponía que entre compatriotas se entenderían.

Suponía mal. Una puta de 22 años y ojos como cielos llamada Alina empezó diciendo que ella no hablaba con rumanos: “Tú, sí; él, no”. Dat reía.

Fuimos a otro grupo de rumanas. Dom (o así le entendí yo que me decía) me quería llevar a la catrera, pero le dije que no tenía dinero. “¿Cómo se dice dinero en rumano?”, le pregunto a Dat. Ella responde: “Nam”. Dat reía, yo también. Dom también se negó a hacerle caso alguno a su compatriota.

De las pocas cosas que le entendí a Dat en rumano fue que su embajada ni siquiera le hacía el pasaporte, que no lo ayudaban en nada, y que por eso andaba con un papelito de mala muerte de la Generalitat catalana por si la policía lo paraba, y ya en tono más jocoso, que las rumanas no querían saber nada con rumanos cuando dejaban Rumania. Ni siquiera las prostitutas.

Nos saludamos con un buen apretón de manos. Le di un par de puchos para que tuviera.

Así es Madrid. Dat está en la calle, joven y sano, ciudadano de la Unión Europea, y no puede trabajar. Está lleno de putas nigerianas en la calle. Está lleno de putas colombianas, ecuatorianas, brasileñas, rumanas y españolas.

En Madrid, las putas argentinas no son de calle, sino de departamento, y contactan a sus clientes por Internet, agencias o avisos clasificados. Las uruguayas igual.

La Gran Vía y sus inmediaciones son una intensísima destilería de tristeza humana. Como el mundo.