Me explico: en medio del trayecto de la línea 5 entre Chueca y Gran Vía, veo aparecer a un guardia del metro recriminándoles a unos individuos veinteañeros su conducta por haber cruzado de un vagón a otro con el tren en marcha, a través de las puertas del extremo del vagón.
Les gritaba y les daba sermones, les preguntaba si hablaban español, y los sermoneados, extranjeros aparentemente de Europa del este, se hacían los boludos, como si no fuera con ellos la cosa, pero sin pasarse.
Al salir del vagón en la siguiente parada, el guardia (muy grandote, por cierto) sale a perseguir a estos muchachos, presumiblemente con la civilizada intención de ponerles una multa o algo por el estilo.
En la estación bajaba un montón de gente y, aprovechando la confusión, los muchachos intentaron abrirse paso aceleradamente pero con cierta discreción para no llamar la atención, con el fin de evitar que los agarren los guardias, que iban atrás de ellos. Al principio, sin mucha convicción, pero unos instantes después de bajar el grandote empezó a perseguirlos con más vehemencia.
Una señora no muy mayor, de unos 45 o 50 años, le dijo al guardia: “Ésos son albano kosovares. Son mangantes, vienen a robar en el metro”.
“Déjese de hablar tonterías, señora”, dije yo, que venía a su lado. No sé si esos muchachos eran albano kosovares (seguro eran del este, pero no podría precisar exactamente de dónde), y tampoco sé si eran punguistas de metro: de lo que estoy seguro es de que la señora sabía lo mismo que yo, o menos. Sabiendo que no hay que dejarse llevar por las apariencias, creo oportuno señalar que los muchachos no tenían mucha pinta de ladronzuelos.
Era tal la cantidad de gente que bajaba que al final seguí mi camino y llegué a la salida antes que los protagonistas del conflicto, así que me puse a esperar para ver qué sucedía. Resulta que la persecución, bastante absurda en sus formas, se desarrolló con los muchachos caminando rápido delante de los guardias, con el grandote bastante exaltado que los seguía sermoneando, mechando en su discurso algún que otro insulto.
Pasadas las puertas de salida, el guardia grandote parece que se queda allí sin dejar de gritarles cosas, y al final uno se da vuelta y le dice algo al guardia, cuando ya creía que no lo iba a seguir. Entonces el de seguridad sale disparado detrás de él, con sus compañeros que intentaban sosegarlo, y lo agarra, lo zamarrea y le da un par de collejas, no demasiado fuertes. Al final lo deja ir, a instancias de sus compañeros de guardia, a quienes aparentemente no les parecía que los muchachos hubieran hecho nada merecedor de una paliza.
Me llamó la atención la exaltación del guardia grandote, quien parecía estar esperando algún incidente, por pequeño que sea, para descargar una ira que vaya uno a saber qué origen tendría, contra alguno que le diera un motivo, por insignificante que éste fuese.
En medio del revuelo no me fue posible sacar ninguna foto aceptable con mi móvil, y aunque no llevara mi camarita digital, tampoco hubiera sido posible hacer una foto en condiciones por la cantidad de gente que había y por las características del incidente.
Me pregunto, y seguramente mis lectores ya adivinan cuál será la respuesta que me doy a mí mismo, si la reacción del guardia grandote hubiera sido la misma si, por ejemplo, quienes hubieran cometido la falta de pasarse arriesgadamente de un vagón a otro por la puerta del extremo y con el tren en marcha hubieran sido unos muchachos madrileños de apariencia más convencional.