Pero contra todo pronóstico, Menardo nunca se cayó de la Zanellita, una posibilidad que tenía en vilo, razonablemente, a medio Villa María.
Eran los tiempos convulsos de nuestra adolescencia, cuando cada vez que nuestros padres nos decían "Tengo que hablar con vos, me han dicho una cosa", nosotros pensábamos que se nos venía la tumbada, que nos iban a decir que nos drogábamos (que era una tumbada aunque no nos drogáramos, porque además estábamos, y estamos, moralmente más del lado de los drogadictos que de los botones, naturalmente).
Menardo no se cayó nunca de la Zanellita, y era difícil en tiempos en los cuales para todos, el caernos de la moto formaba parte intrínseca del folclore de la aventura de vivir en Villa María por aquellos tiempos convulsos de la adolescencia, donde además de manejar de manera imprudente, a bordo de la motocicleta solíamos dedicarnos más a mirar a las transeúnte que a ciudar de nuestra conducción, de por sí bastante carente de aptitudes (salvo en el caso de Menardo, que posee condiciones sobrenaturales para andar en moto, quién sabe si ahora estaría sacando fotos si se hubiera dedicado a la competición sobre dos ruedas mecanizadas: aunque seguro que sí, pero sacando a los culos de las promotoras de las escuderías). Básicamente, nadie dudaba de que había que caerse de la moto: los que teníamos, lo que no tenían y se caían por partida doble (manejando moto prestada o yendo de acompañantes), y Menardo. Sin embargo, él no se cayó nunca.
Más de diez años después, Menardo ya no tiene su Zanellita (motitos de la época cuya corta vida útil hace muy improbable encontrar ejemplares de esa época repartiéndonos nostalgias de cuando eramos jóvenes y despreocupados en las calles de la Villa). Ahora tiene una mucho más distinguida Vespa, pero sigue andando igual de fuerte, como cuando tenía 17 años y se iba a comer el mundo a fuerza de manducarse fotocopias de apuntes contieniendo las reflexiones de los más altos altos pensadores disponibles por ese entonces. Hoy ninguno de nosotros se come el mundo, pero no me cabe la menor duda que Menardo es uno de los más felices de todos nosotros. Pichón de periodista reconvertido en fotógrafo de la vida previa intensa sobredosis vital en las calles de Buenos Aires, una sobredosis de combustible que estoy seguro tiene mucho que ver con su felicidad actual.
En seis meses en Buenos Aires, culminada nuestra etapa universitaria (uno la culminó de una manera y el otro de otra) vi apenas un par de veces a Menardo. Cada uno estaba en su historia, él despégandose de una y yo también. Él viviendo una nueva y yo en medio de la transición hacia otra (y sabemos que toda época que merezca ser definida lo más dignamente posible como transición, y es pretendo que lo sea, también debe tener ingredientes convulsos y espacios de oscuridad que a veces ni los propios implicados sabríamos desentrañar).
Hoy los dos estamos en oootra etapa, diferente a aquella de Villa María, a la universitaria de Córdoba (que en esa época era una fiesta con pocos obstáculos y que parecía no tener fin) y a esa de Buenos Aires. La mía la conozco de sobra, o no. La de Menardo, seguro que no. ¿Te interesa conocerla, lector, con pelos y señales? No será eso posible, claro que no. Pero algo conocerás. Mantenete acá, fiel a mis avances, y sabrás más cosas de la apasionante vida de Menardo.