Aylan Kurdi era un poco más pequeño que mi hijo Manuel. Tenía los bracitos y las piernas gorditas que tienen los niñitos de esa edad, reminiscencias de su paso por la etapa de la vida en la que somos bebés. Los padres queremos que la carne de esos bracitos y piernas siga siempre así de mullida, pero los seres humanos vamos creciendo y vamos dejando de ser amables (de amar) y adorables para ir convirtiéndonos en pequeñas bestezuelas hasta pasar a la horrorosa edad de la adolescencia antes de convertirnos en adultos, después en viejos, y finalmente dejar de ser de carne y hueso. Consumirse así es lo natural: es lo humano.
Aylan era como mi hijo Manuel, sus padres lo vestían igual: pantaloncito azul, remerita roja, zapatillitas pitucas. Aylan yacía en la playa, muerto, en la misma posición, boca abajo y con el culito para arriba, en la que muchas noches Manuel yace en la cama, durmiendo y reponiendo fuerzas para volver a la acción al día siguiente.
¿Qué habrá pensado el papá de Aylan antes de embarcarse con él en esa aventura de vida que es intentar llegar en una barcaza a las costas europeas? Lo habrá pensado mucho antes de arriesgarse a subir allí a su hijito. Habrá pensado algo así como: "Es un riesgo, pero las posibilidades de llegar son más que las de morir, y Aylan merece un futuro mejor, y sin seguridad no hay futuro posible para él. Si llegamos a Europa él podrá ir a una escuela pública y tener una vida normal. Yo trabajaré de taxista, barrendero o de cualquier oficio de baja cualificación (aunque fuera un egresado universitario) pero al menos él tendrá unas posibilidades de vida que acá no tendría, en medio de los tiros y la arbitrariedad, en este país en el que la vida no vale nada en que se ha convertido Siria. Nos arriesgamos. La mayoría llega. Espero que nos salga bien. Quedarse es un riesgo quizás mayor para su vida". El papá de Aylan pensó lo que podría haber pensado cualquiera en su lugar.
Aylan no tuvo la suerte que tuvo Manuel de que su papá naciera en Argentina y llegara a Europa, como todos los argentinos que llegan a Europa, en avión. Que casi nunca se caen. No tuvo la suerte de que su papá naciera en un país cuyos ciudadanos sólo requieren dos años de estancia legal en España para solicitar la nacionalidad. Aylan tampoco tuvo la suerte que tuvo Manuel de nacer en la Unión Europea. Aylan podría haberse llamado Manuel, Diego, Isaac, Pablito o Mateo. Pero se llamó Aylan. Y por esa maldita suerte, y no por otra cosa, nadie podrá ver jamás cómo sus bracitos y piernas van dejando de ser mullidos como los de los bebés para convertirse en brazos de niño, de adolescente, de adulto y de viejo. Nadie podrá ver cómo sus zapatitos dejan de ser adorables para convertirse en los menos adorables zapatos de niño, de adolescente, de adulto, de viejo. Ya nadie podrá ver cómo el paso del tiempo va transformando ese ser humano pequeñito en un hombre. Aylan ya no podrá convertirse en escritor, saxofonista, ingeniero o repositor de supermercado. No tendrá la oportunidad de convertirse en un hombre de bien, ni de enriquecer al mundo con su talento o con su sentido de la justicia.
El papá de Aylan tomó, pensando en su hijo, la misma decisión arriesgada que podríamos haber tomado yo, tú y el que está a tu lado mirando la pantalla de su móvil y sonriendo al ver un video de su hijo jugando en el parque mientras escucha con los auriculares puestos el sonido más hermoso que puede escuchar una persona: el de su hijo riendo. Cuántas veces el papá de Aylan habrá sonreído al escuchar el sonido más bello del mundo. Ese que ya no volverá a escuchar por una mera cuestión de suerte. Por haber nacido los dos en el lugar equivocado del mundo.